LO IMPORTANTE ES LO IMPORTANTE
–“En verano todo apesta, hasta lo que no
tiene olor”. Lo dijo a trompicones, entre esputos y toses. El mismo hilo de sangre que caía de su nariz
resbalaba también por su garganta. Arcadas y borbotones. Gemidos y graznidos.
Se retorció y murió.
»Fuera…
Fuera hacía mucho calor. ¡Coño…esto es Almería! Estamos en agosto. El mismísimo
Diablo tiene que pasar de puntillas por este desierto. Kilómetros y kilómetros
de arena y matojos cociéndose a fuego lento. Aquí el Sol no es sólo sol, es un
tiburón dentro de una pecera, es la guillotina que ves caer si te pusieran al
revés: Implacable…Absoluta. ¡Vacía! Estaba vacía pero yo seguía llevando la
puta botellita de plástico en la mano. La estrujaba en busca de una mísera gota
cada vez que movía la lengua y me la notaba como si estuviera empanada. Era
como si tuviese una croqueta en la boca restregándose. Cada vez me costaba más
abrir la garganta para respirar. Me dolía la carne viva que, reseca, se tocaba
dentro de ella. Mis ojos se convirtieron en el tacto de un tamiz arenoso. No
podía cerrarlos sin que me doliera; no conseguía humedecerlos con lágrima
porque no me salía ninguna. Y el Sol lo inundaba todo. Aunque no lo mirara
directamente, la arena del suelo era como papel Albal.
Era un reflejo constante que iba haciendo, cada vez, el tamiz de mis ojos más
arenoso. Mi cabeza palpitaba como si una mano gigante agarrara todas las
arterias de mi cerebro y las estrujara como yo estrujaba aquella miserable
botellita de plástico. Llegué a creer que explotaría como un globo de agua. ¡Ja! Qué ironía– pensó y se sonrió.
‒Al
pisar –dijo –, era como si
los dedos de un pianista furioso martillearan con odio en las plantas de mis
pies. Fue horroroso. Cada paso que daba era un suplicio, cada pausa que hacía
era un suicidio. Tenía que seguir, era la única opción. A veces, incluso,
llegué a intentar humedecerme los ojos con gotas de un sudor inacabable. El
escozor que me producía era tal que tenía que parar y apretarlos hasta
atravesar el maldito tamiz arenoso con las pupilas. ¡No no no! –sollozó en un
murmullo patético mientras un llanto rompió su rostro y se lo aprisionó con las
manos tensas.
–El
reflejo del suelo –continuó relatando dentro de una carcasa de temblor –cubría
cada vez más mi campo de visión. Casi todo lo veía blanco. Poco a poco me
costaba más respirar y me salía una especie de mugido lastimero. Ya, ni
siquiera daba esos pasos que eran suplicios: arrastraba los pies como si fueran
raíces de árbol. Hice otra pausa y me fallaron las rodillas. Noté la arena como
aceite hirviendo. Cerré los ojos con fuerza en un colapsado gesto de masoquismo
y apreté los dientes aumentando la presión arterial de mi cabeza, hasta que
creí ver aquel viejo globo de agua explotar. Miré hacia atrás, en dirección al
coche del que venía. Estaba tan perdido en la eternidad, tan lejano y tan roto
como un sueño de infancia que los años retuercen hasta convertirlo en una
pesadilla. En un movimiento, casi arcano, volví a mirar hacia adelante. Y aquí
estaba: pequeña, solitaria…, opaca: una caseta de piedra. “¡Una caseta de
piedra!” me obligué a decir en voz alta para intentar reaccionar, para
mantenerme asido a la vida;
para creer que lo que estaba viendo no era un espejismo del desierto. ¿Qué
tiene. Dos metros de ancho y dos de largo? ¿Tres metros de alto? –les preguntó
con la mirada ahogada en un pozo eterno.
–Corrí
hasta la puerta como corren los borrachos. Presioné el picaporte y abrí con
violencia, entrando en la caseta de un salto. Tras de mi, la puerta se cerró
tan violentamente como se abrió. No pude volver a abrirla porque no tiene
picaporte de este lado –les dijo con gesto desesperado–. Me quedé inmóvil,
intentando enfocar el interior. El reflejo blanco que me cegaba y atormentaba
se ahogó en una repentina oscuridad. Un gajo de sol entraba por ese ventanuco
de ahí arriba y la oscuridad se abrió en un tenue telón grisáceo. Como en una
niebla que se disipa, lo primero que vi fue esta botella de agua. Después de
pasar horas como les he contado…, imaginen. Agua tan transparente, tan inodora,
tan… inocente. Cogí la botella y bebí. ¡Sí! ¡Por Dios! ¡Bebí! Y bebí como si no
hubiera un mañana. No era agua lo que bebía, ¡era oro! Era Vida y era el Todo;
era un fin en sí misma. Así que bebí.
»Mis
labios, agrietados como un barco viejo, costrosos de sangre reseca, volvieron a
la vida. La croqueta de mi lengua perdió su empanado y el roce de la carne viva
en mi garganta se volvió caricia de seda. El agua que ya no me entró me la eché
por la cara y el cuello. El tamiz arenoso de mis ojos fue barrido y pude cerrar
los párpados sin rascar como tiza en pizarra. Un chorro resbaló por mi columna
vertebral desde la nuca hasta la raja del culo…¡Jooooder! Me dio la vida.
»Entonces,
fue cuando oí aquello: “En verano todo apesta, hasta lo que no tiene olor”. Me
giré y le vi. Tirado en el suelo junto a esa pared, oculto en la penumbra.
Grité y tropecé; me caí y me revolqué.
Los
dos agentes de
–Mire,
caballero –dijo uno de ellos–. Yo sólo sé que acabamos de llegar aquí, en mitad del desierto de Almería, como
usted bien dice, y hemos abierto la puerta de una caseta que no se puede abrir
desde dentro. Al entrar, nos encontramos con un individuo muerto de una paliza
y a usted, manchado de sangre, junto a una botella de agua vacía… ¿Dónde está
su mascarilla?
El
silencio pareció alejarles una milla.
Levantó
una mano y exclamó: “¡Mierda!”, al tocarse la barbilla.
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