domingo, 11 de noviembre de 2018

2 DE NOVIEMBRE DE 2118



2 DE NOVIEMBRE DE 2118



   -¿Quiere usted un vaso de agua, señor México?
   -Sí, por favor.
   La doctora pasó suavemente la yema de su dedo índice por el lector del dispensador de agua. La pequeña impresora que había en el interior del dispensador mezcló, a nivel subatómico, dos moléculas de Hidrógeno y una de Oxígeno y empezó a imprimir un vaso hecho de esa mezcla. Cuando el vaso estuvo formado, el software de la impresora cambió automáticamente de programa y rellenó el interior del vaso con la misma mezcla pero con una densidad menor, totalmente líquida.
   -Por favor –invitó la doctora con un ademán.
   Cogió el vaso, hecho de un agua tan densa que podías…eso: cogerla; bebió el interior y, según se iba vaciando, el propio vaso perdía densidad licuándose en su boca. ¡Qué coño! Estamos en el siglo XXII, los vasos de agua son de agua. Cero residuos.
   -No hemos podido hacer nada más por su madre.
   En ese momento apareció el comercial de Servicios Funerarios Digitales. La doctora se despidió con gesto compungido. Quince minutos más tarde las gestiones funerarias ya estaban hechas: el cuerpo de su madre pasaría a la Nube, “donde nada se pierde, donde todo es eterno”, como reza el eslogan publicitario de Servicios Funerarios Digitales. Una alarma sonó en su móvil.
   -Ahí lo tiene –dijo el comercial con una leve sonrisa –. Pulse la opción “3D” que aparece en la barra.
   Así lo hizo. De la pantalla del móvil emergió un haz de luz que se moldeó hasta formar el rostro de su madre. Era un rostro sonriente que rotaba sobre sí mismo 360 grados. De su madre sólo quedaba su sonrisa; desaparecieron sus enfados y sus muecas, se esfumaron sus gestos de duda y sus carcajadas; hasta la ternura de su mirada se convirtió en una sonrisa vacua. A partir de ese momento aquella sonrisa vaciaría de detalles la memoria de su hijo, con el tiempo sólo recordaría esa sonrisa. Cero residuos.

   Mientras caminaba hacia su casa con la cabeza gacha, los hombros encorvados y las manos en los bolsillos, la vida transcurría como siempre a su alrededor: a su derecha alguien intentaba poner en marcha un coche que no se encendía. A esa hora del día había poca gente en las calles, la mayoría trabajaba desde casa –casi todos los trabajos se reducían a enviar y recibir información desde el teléfono móvil. Unos para hacer funcionar una máquina en una fábrica, otros para vender lo que se fabrica y otros para distribuir lo que se vende –. El coche se encendió: nada de humo, nada de ruido, y eso que era un coche muy viejo ya. Todavía era de los eléctricos enchufables, se notaba que aquella persona no tenía muchos posibles. Casi todos los vehículos se movían, ya, gracias a la energía solar. Hasta los de energía eólica se habían quedado obsoletos, total, al no quedar agua en la tierra las corrientes de aire…en fin, qué te voy a contar que tú no sepas. El coche se elevó, todos volaban ya. Todas las calles eran ya peatonales. Los vehículos circulaban por el aire y las fachadas de los edificios emitían un campo de fuerza que impedía que chocaran contra ellos –al principio pasaba mucho: ya no te atropellaban en la calle, te atropellaban en tu propia casa.
   Les niñes –la distinción de género en el lenguaje era ya residual, más tarde elegirían lo que querían ser –se encontraban en horario lectivo; todos en sus casas recibiendo las clases online. Las calles vacías eran lo normal, ya no había gente paseando al perro –hacía muchos años ya que la tenencia de animales había sido prohibida para no menoscabar su libertad. Ni siquiera había criaderos o granjas. La carne para consumo humano se conseguía, al igual que el agua, en impresoras 3D –. La Tierra era un planeta yermo en el que, paradójicamente, no faltaba de nada.
   En ese preciso momento su madre estaba siendo degradada a nivel molecular, estaba desapareciendo físicamente, al igual que le hicieron a su padre años atrás. Los cadáveres ya no se enterraban, ni siquiera se incineraban. Ya no se iba a llorar a los muertos, ya no se iba a hablar con ellos; los cementerios desaparecieron, la tierra ya no tenía con qué alimentarse. Cero residuos.
   Llegó a casa y la encontró vacía, su madre ya no estaba. Lloró y encendió el coche: necesitaba salir de ahí. Se elevó en el cielo y tomó rumbo fuera del país –en 2118 el mundo estaba dividido en infinidad de micropaíses; había tantas identidades nacionales como pocas las identidades personales: aunque el individualismo se había convertido en la base de la existencia humana, éste se limitaba a la imagen que las redes sociales promovían como grupos de consumo.
   Después de varias horas de viaje, atisbó en lontananza una especie de burbuja de nubes. Con la curiosidad que da la tristeza allí se llegó. Aterrizó en el límite de la burbuja y en ella se introdujo. La brisa le acarició el rostro y la humedad embriagó sus células. Vio lo que en los libros antiguos denominaban árboles y tras uno se escondió. Varias personas se encontraban agachadas ante unas lenguas de piedra que emergían de una tierra húmeda, verde…viva. Algunas de esas personas lloraban, otras hablaban a esas lenguas graníticas, todas ponían flores a los pies de las lenguas y todas parecían…llenas, no como las personas que conocía o como él mismo: vacías. Esperó todo el día escondido tras los árboles hasta que aquel campo de lenguas pétreas se vacío de gente, se acercó a las lenguas y en ellas leyó inscripciones cinceladas con amor: nombres y fechas, mensajes del tipo: Tus padres te echan de menos, Tus hijos y nietos te quieren, Recordadme y perdonadme, etcétera. Aquel campo de lenguas de piedra estaba vivo gracias a los muertos.

   Un año después volvió a aquel campo y lloró escondido tras los árboles porque no tenía lengua de piedra a la que llorar. 

martes, 26 de junio de 2018

EL SEGUNDO TIEMPO

                                         EL SEGUNDO TIEMPO


      Baja el volumen del viejo transistor. Empate a cero en el descanso. El calor de la lamparilla le hace sudar porque lleva puesta la bufanda de su equipo. Un carillón, anciano como él, marca, inexorable, el tiempo que se va. Pero ya no le presta atención.
   Se quita las gafas y, cansado, se frota la cara con las manos. En la mesa, junto a la radio, el diario deportivo del día empieza su convivencia con la pila de diarios atrasados. Varios boletos de quiniela desperdigados muestran sueños de papel aunque, para ser sinceros, él no tiene esos sueños. Jugar a la quiniela es para él la Babilonia de Richard Brautigan. Él es feliz en su piso, con su mujer, ya jubilados hace mucho tiempo. Todas las tardes, mientras ella lee o cose, o sale a charlar con la gente del barrio; o ve un programa de televisión, o hace la cena, él se sienta en su mesa de despacho y lee, relee y subraya los diarios deportivos. Traza esquemas de juego en cuadernos que ya hacen pila mientras gira a un lado y a otro el dial de la radio, cuadrando los diferentes programas deportivos en sus franjas horarias. Es un trabajo arduo. Es un trabajo constante. Es un estudioso. Él… es el Fútbol.
   Cuando ella está en casa le va comentando el partido respectivo: “¿Te lo puedes creer, cariño?” Y ella siempre se interesa. Son muchas décadas juntos, muchas ligas y Copas del Rey; son muchas Copas de Europa, muchas Copas de la Uefa y muchos mundiales…y mundialitos. Son muchos descensos y muchos ascensos. Muchos Premios Zamora, Balones de Oro y Pichichis:
   -Dime, rey.  
   -Pues no va este entrenadorucho y cambia a un delantero por otro centrocampista.
   -Pero si sólo ganan de uno –dice ella con tono indignado sin despegar los ojos del pescado que pasa sus últimos momentos en este mundo haciéndose a la plancha en una sartén.
   -¡Pues eso digo yo! –responde él dando una palmada en la mesa. –Lo que tiene que hacer es adelantar el centro del campo y presionar la salida del balón, porque ellos están cansados y ya no les quedan cambios que hacer.
   -¿Quieres las patatas asadas o fritas?
   -¡Fíjate! ¡Fíjate, por Dios! Pero, ¿dónde le han dado el carné de entrenador a este palurdo? Ahora va y les dice que cuelguen balones largos. ¿Pero es que no ve que…
   -¡Las patatas! –grita ella desde la cocina.
   -¡Qué!
   -¿Qué si las quieres fritas o asadas?
   Pero esta tarde no está ella. Iba al mercado, a sentarse a charlar en la puerta con la carnicera y el tapicero, que no les interesa el fútbol.
   Suena el teléfono, que también está encima de la mesa de despacho: “Tengo a su esposa”, dice la voz al otro lado. “Si el partido acaba en empate a cero la mataré”. La llamada se corta. Temblando, vuelve a subir el volumen del transistor. Empieza el segundo tiempo. Por primera vez desde hace años oye el péndulo del carillón. El saque del centro del campo deriva rápidamente en una cabalgada de su equipo por la banda izquierda. El carillón parece acelerar su tempo. Le viene a la cabeza el recuerdo de cuando se conocieron. Él era mecánico de coches, ella trabajaba en la oficina de una tienda de repuestos. ¿Quieres ir al fútbol este domingo conmigo? le preguntó él. Sí. Cincuenta y cinco años han pasado. Ninguno le sobra. Ya ni recuerda su vida antes de conocerla. Sus ojos viejos se humedecen y mira de reojo una estadística apuntada en el margen de una página del diario de hoy: nunca se han marcado ningún gol estos dos equipos desde que coinciden en la misma categoría. Sus ojos ya no están húmedos, ahora son cataratas. El carillón sigue acelerando progresivamente el paso. El equipo contrario encuentra un hueco en el centro de la defensa y un falso 9 engancha un tiro exterior que vuela como un misil hacia portería. El defensa ladea la cabeza lo justo para que el balón no impacte contra su nariz, lo justo para que éste siga su curso; lo justo para que empuje la red tras la espalda de un portero despistado. “¡Gooool!” grita encolerizado. “¡Golgolgolgol! ¡Gooool!”. Palmea furioso la mesa mientras sigue gritando. Nunca había celebrado un gol de aquella manera. Si no, que se lo pregunten a su vecinos, que en ese momento se miraban extrañados “¿Qué grita ese tarao? Si ha marcado el equipo contrario”. “Un momento un momento”, dice la voz del narrador de la radio. “El árbitro escucha las indicaciones por el pinganillo. No da el gol. ¡No da el gol! Gol anulado”. Sus ojos se secan de repente y se abren como luceros en la noche. “¡Puto VAR!” grita. La pelota vuelve a rodar, el carillón está que echa humo. Regates, apertura de bandas, presión en la medular. Su equipo está jugando bien. Recuerda su boda. El péndulo está loco. Tiralíneas, desmarques, libres indirectos. Su equipo es una apisonadora. Recuerda cuando el médico les dijo que no podrían tener hijos. El carillón es ya un tren desbocado. El balón rebota en el travesaño, en la cabeza de un defensa, en la rodilla del portero, en la espalda del delantero, en un poste; como la bola de la Máquina del Millón. ¡Penalti! ¡Penalti a favor de su equipo en el último minuto! El péndulo del carillón se detiene. Silencio. Recuerda que planearon ir mañana por la mañana a ver los almendros en flor.
   Silencio.
   El árbitro pita el lanzamiento y el péndulo suena como el mazo de un juez.