miércoles, 5 de agosto de 2020

LO IMPORTANTE ES LO IMPORTANTE

     


                                              LO IMPORTANTE ES LO IMPORTANTE

                                            

 

            –“En verano todo apesta, hasta lo que no tiene olor”. Lo dijo a trompicones, entre esputos y toses.  El mismo hilo de sangre que caía de su nariz resbalaba también por su garganta. Arcadas y borbotones. Gemidos y graznidos. Se retorció y murió.  

   »Fuera… Fuera hacía mucho calor. ¡Coño…esto es Almería! Estamos en agosto. El mismísimo Diablo tiene que pasar de puntillas por este desierto. Kilómetros y kilómetros de arena y matojos cociéndose a fuego lento. Aquí el Sol no es sólo sol, es un tiburón dentro de una pecera, es la guillotina que ves caer si te pusieran al revés: Implacable…Absoluta. ¡Vacía! Estaba vacía pero yo seguía llevando la puta botellita de plástico en la mano. La estrujaba en busca de una mísera gota cada vez que movía la lengua y me la notaba como si estuviera empanada. Era como si tuviese una croqueta en la boca restregándose. Cada vez me costaba más abrir la garganta para respirar. Me dolía la carne viva que, reseca, se tocaba dentro de ella. Mis ojos se convirtieron en el tacto de un tamiz arenoso. No podía cerrarlos sin que me doliera; no conseguía humedecerlos con lágrima porque no me salía ninguna. Y el Sol lo inundaba todo. Aunque no lo mirara directamente, la arena del suelo era como papel Albal. Era un reflejo constante que iba haciendo, cada vez, el tamiz de mis ojos más arenoso. Mi cabeza palpitaba como si una mano gigante agarrara todas las arterias de mi cerebro y las estrujara como yo estrujaba aquella miserable botellita de plástico. Llegué a creer que explotaría como un globo de agua. ¡Ja! Qué ironía– pensó y se sonrió.

   ‒Al pisar –dijo –, era  como si los dedos de un pianista furioso martillearan con odio en las plantas de mis pies. Fue horroroso. Cada paso que daba era un suplicio, cada pausa que hacía era un suicidio. Tenía que seguir, era la única opción. A veces, incluso, llegué a intentar humedecerme los ojos con gotas de un sudor inacabable. El escozor que me producía era tal que tenía que parar y apretarlos hasta atravesar el maldito tamiz arenoso con las pupilas. ¡No no no! –sollozó en un murmullo patético mientras un llanto rompió su rostro y se lo aprisionó con las manos tensas.

   –El reflejo del suelo –continuó relatando dentro de una carcasa de temblor –cubría cada vez más mi campo de visión. Casi todo lo veía blanco. Poco a poco me costaba más respirar y me salía una especie de mugido lastimero. Ya, ni siquiera daba esos pasos que eran suplicios: arrastraba los pies como si fueran raíces de árbol. Hice otra pausa y me fallaron las rodillas. Noté la arena como aceite hirviendo. Cerré los ojos con fuerza en un colapsado gesto de masoquismo y apreté los dientes aumentando la presión arterial de mi cabeza, hasta que creí ver aquel viejo globo de agua explotar. Miré hacia atrás, en dirección al coche del que venía. Estaba tan perdido en la eternidad, tan lejano y tan roto como un sueño de infancia que los años retuercen hasta convertirlo en una pesadilla. En un movimiento, casi arcano, volví a mirar hacia adelante. Y aquí estaba: pequeña, solitaria…, opaca: una caseta de piedra. “¡Una caseta de piedra!” me obligué a decir en voz alta para intentar reaccionar, para mantenerme  asido a la vida; para creer que lo que estaba viendo no era un espejismo del desierto. ¿Qué tiene. Dos metros de ancho y dos de largo? ¿Tres metros de alto? –les preguntó con la mirada ahogada en un pozo eterno.

  –Corrí hasta la puerta como corren los borrachos. Presioné el picaporte y abrí con violencia, entrando en la caseta de un salto. Tras de mi, la puerta se cerró tan violentamente como se abrió. No pude volver a abrirla porque no tiene picaporte de este lado –les dijo con gesto desesperado–. Me quedé inmóvil, intentando enfocar el interior. El reflejo blanco que me cegaba y atormentaba se ahogó en una repentina oscuridad. Un gajo de sol entraba por ese ventanuco de ahí arriba y la oscuridad se abrió en un tenue telón grisáceo. Como en una niebla que se disipa, lo primero que vi fue esta botella de agua. Después de pasar horas como les he contado…, imaginen. Agua tan transparente, tan inodora, tan… inocente. Cogí la botella y bebí. ¡Sí! ¡Por Dios! ¡Bebí! Y bebí como si no hubiera un mañana. No era agua lo que bebía, ¡era oro! Era Vida y era el Todo; era un fin en sí misma. Así que bebí.

   »Mis labios, agrietados como un barco viejo, costrosos de sangre reseca, volvieron a la vida. La croqueta de mi lengua perdió su empanado y el roce de la carne viva en mi garganta se volvió caricia de seda. El agua que ya no me entró me la eché por la cara y el cuello. El tamiz arenoso de mis ojos fue barrido y pude cerrar los párpados sin rascar como tiza en pizarra. Un chorro resbaló por mi columna vertebral desde la nuca hasta la raja del culo…¡Jooooder! Me dio la vida.

   »Entonces, fue cuando oí aquello: “En verano todo apesta, hasta lo que no tiene olor”. Me giré y le vi. Tirado en el suelo junto a esa pared, oculto en la penumbra. Grité y tropecé; me caí y me revolqué.

 

   Los dos agentes de la Guardia Civil cruzaron sus miradas fugazmente.

   –Mire, caballero –dijo uno de ellos–. Yo sólo sé que acabamos de llegar aquí, en  mitad del desierto de Almería, como usted bien dice, y hemos abierto la puerta de una caseta que no se puede abrir desde dentro. Al entrar, nos encontramos con un individuo muerto de una paliza y a usted, manchado de sangre, junto a una botella de agua vacía… ¿Dónde está su mascarilla?

   El silencio pareció alejarles una milla.

   Levantó una mano y exclamó: “¡Mierda!”, al tocarse la barbilla.