martes, 26 de junio de 2018

EL SEGUNDO TIEMPO

                                         EL SEGUNDO TIEMPO


      Baja el volumen del viejo transistor. Empate a cero en el descanso. El calor de la lamparilla le hace sudar porque lleva puesta la bufanda de su equipo. Un carillón, anciano como él, marca, inexorable, el tiempo que se va. Pero ya no le presta atención.
   Se quita las gafas y, cansado, se frota la cara con las manos. En la mesa, junto a la radio, el diario deportivo del día empieza su convivencia con la pila de diarios atrasados. Varios boletos de quiniela desperdigados muestran sueños de papel aunque, para ser sinceros, él no tiene esos sueños. Jugar a la quiniela es para él la Babilonia de Richard Brautigan. Él es feliz en su piso, con su mujer, ya jubilados hace mucho tiempo. Todas las tardes, mientras ella lee o cose, o sale a charlar con la gente del barrio; o ve un programa de televisión, o hace la cena, él se sienta en su mesa de despacho y lee, relee y subraya los diarios deportivos. Traza esquemas de juego en cuadernos que ya hacen pila mientras gira a un lado y a otro el dial de la radio, cuadrando los diferentes programas deportivos en sus franjas horarias. Es un trabajo arduo. Es un trabajo constante. Es un estudioso. Él… es el Fútbol.
   Cuando ella está en casa le va comentando el partido respectivo: “¿Te lo puedes creer, cariño?” Y ella siempre se interesa. Son muchas décadas juntos, muchas ligas y Copas del Rey; son muchas Copas de Europa, muchas Copas de la Uefa y muchos mundiales…y mundialitos. Son muchos descensos y muchos ascensos. Muchos Premios Zamora, Balones de Oro y Pichichis:
   -Dime, rey.  
   -Pues no va este entrenadorucho y cambia a un delantero por otro centrocampista.
   -Pero si sólo ganan de uno –dice ella con tono indignado sin despegar los ojos del pescado que pasa sus últimos momentos en este mundo haciéndose a la plancha en una sartén.
   -¡Pues eso digo yo! –responde él dando una palmada en la mesa. –Lo que tiene que hacer es adelantar el centro del campo y presionar la salida del balón, porque ellos están cansados y ya no les quedan cambios que hacer.
   -¿Quieres las patatas asadas o fritas?
   -¡Fíjate! ¡Fíjate, por Dios! Pero, ¿dónde le han dado el carné de entrenador a este palurdo? Ahora va y les dice que cuelguen balones largos. ¿Pero es que no ve que…
   -¡Las patatas! –grita ella desde la cocina.
   -¡Qué!
   -¿Qué si las quieres fritas o asadas?
   Pero esta tarde no está ella. Iba al mercado, a sentarse a charlar en la puerta con la carnicera y el tapicero, que no les interesa el fútbol.
   Suena el teléfono, que también está encima de la mesa de despacho: “Tengo a su esposa”, dice la voz al otro lado. “Si el partido acaba en empate a cero la mataré”. La llamada se corta. Temblando, vuelve a subir el volumen del transistor. Empieza el segundo tiempo. Por primera vez desde hace años oye el péndulo del carillón. El saque del centro del campo deriva rápidamente en una cabalgada de su equipo por la banda izquierda. El carillón parece acelerar su tempo. Le viene a la cabeza el recuerdo de cuando se conocieron. Él era mecánico de coches, ella trabajaba en la oficina de una tienda de repuestos. ¿Quieres ir al fútbol este domingo conmigo? le preguntó él. Sí. Cincuenta y cinco años han pasado. Ninguno le sobra. Ya ni recuerda su vida antes de conocerla. Sus ojos viejos se humedecen y mira de reojo una estadística apuntada en el margen de una página del diario de hoy: nunca se han marcado ningún gol estos dos equipos desde que coinciden en la misma categoría. Sus ojos ya no están húmedos, ahora son cataratas. El carillón sigue acelerando progresivamente el paso. El equipo contrario encuentra un hueco en el centro de la defensa y un falso 9 engancha un tiro exterior que vuela como un misil hacia portería. El defensa ladea la cabeza lo justo para que el balón no impacte contra su nariz, lo justo para que éste siga su curso; lo justo para que empuje la red tras la espalda de un portero despistado. “¡Gooool!” grita encolerizado. “¡Golgolgolgol! ¡Gooool!”. Palmea furioso la mesa mientras sigue gritando. Nunca había celebrado un gol de aquella manera. Si no, que se lo pregunten a su vecinos, que en ese momento se miraban extrañados “¿Qué grita ese tarao? Si ha marcado el equipo contrario”. “Un momento un momento”, dice la voz del narrador de la radio. “El árbitro escucha las indicaciones por el pinganillo. No da el gol. ¡No da el gol! Gol anulado”. Sus ojos se secan de repente y se abren como luceros en la noche. “¡Puto VAR!” grita. La pelota vuelve a rodar, el carillón está que echa humo. Regates, apertura de bandas, presión en la medular. Su equipo está jugando bien. Recuerda su boda. El péndulo está loco. Tiralíneas, desmarques, libres indirectos. Su equipo es una apisonadora. Recuerda cuando el médico les dijo que no podrían tener hijos. El carillón es ya un tren desbocado. El balón rebota en el travesaño, en la cabeza de un defensa, en la rodilla del portero, en la espalda del delantero, en un poste; como la bola de la Máquina del Millón. ¡Penalti! ¡Penalti a favor de su equipo en el último minuto! El péndulo del carillón se detiene. Silencio. Recuerda que planearon ir mañana por la mañana a ver los almendros en flor.
   Silencio.
   El árbitro pita el lanzamiento y el péndulo suena como el mazo de un juez.