viernes, 6 de enero de 2017

Navidad en la madriguera

      
                                                   NAVIDAD EN LA MADRIGUERA


       Era viejo y vivía solo. Era padre y estaba solo. Era abuelo y no lo sabía, pero estaba solo. Cada día luchaba contra la soledad. Ella tenía sus armas: una esposa enterrada y un ejército de hijos desagradecidos; él tenía sólo una: su ventana. El viejo, en su sofá, se acercaba a quien habitaba el otro lado de la ventana. Se sentía acompañado por la familia de enfrente, por la abogada del primero que había hecho de su casa su oficina, por la pareja del tercero que discutía todas las mañanas y se amaba todas las noches; les consideraba su familia. Cada año le gustaba pasar las navidades con todos ellos. Tras su ventana participaba de las conversaciones que les intuía, se reía cuando ellos reían y lloraba cuando ellos lloraban,
   La última Navidad alguien entró en su casa y delante de la ventana descargó sobre su anciano rostro once puñetazos que lo mataron; le robó cuatro billetes escondidos infantilmente dentro de una taza y se fue. Ni la familia, ni la abogada, ni la pareja. Nadie vio nada. Nadie se enteró. Tan cerca de ellos, tan lejos de todos.
   Hoy es Navidad. El viejo sigue ahí, ahora pestilente. Sus hijos tampoco vendrán este año. Nadie mira su ventana. Esta Navidad, como todas, la soledad vive enfrente.

                                                                            Madrid, a 25 de diciembre de 2016.


   Cuando Candela terminó de leer la carta, un mundo distorsionado, feo, apareció ante ella. Todo se convirtió en siluetas grotescas y sibilinas. Eran las lágrimas, que inundaron sus ojos y todo parecía estar en el fondo de un océano. Perdido. Dobló otra vez la carta y la volvió a meter en el sobre que acababa de encontrar entre las páginas de un viejo ejemplar de Alicia en el país de las maravillas.          Tenía el día libre y decidió desayunar en la biblioteca de su barrio, en Madrid. El pequeño termo de café suspiraba junto a ella y el olor de los desayunos en la casa de su infancia le recordó que nunca conoció a su abuelo. Murió antes de nacer tú, le dijeron.

   Según la fecha de la carta hacía un año exacto que fue escrita. Candela, no supo bien por qué, guardó la carta otra vez entre las páginas del libro, nunca sabría que fue justo en la página en la que Alicia cae dentro de la madriguera; firmó el préstamo y salió a la calle con el libro bajo el brazo. La luz del sol iluminó sus ojos aún llorosos, aspiró la polución de la mañana y un sentimiento de pena por la soledad de aquel viejo, matado con once puñetazos, la sumió en un sentimiento de lejana culpabilidad. 
   Esperó al autobús y subió a él. Sentada junto a la ventana sintió cómo la mirada de aquel abuelo salía de sus ojos y escudriñaba el otro lado del cristal. De repente, vio algo, se levantó de la silla como un resorte; pulsó el botón de parada, nerviosa, pero el conductor no quiso detener el autobús hasta llegar a la parada correspondiente. Candela estaba tan excitada que llamaba la atención sin quererlo. Cuando el autobús se detuvo, bajó corriendo y cruzó la calzada sin mirar, casi provocando un accidente. Rápidos y nerviosos movimientos de cabeza buscaban lo que acababa de ver por la ventana. Ya no estaba. ¡No, por favor! Y entonces lo vio: un pequeño conejo blanco, níveo, estaba de pie, como si nada, en una acera de la ciudad rodeado de cientos de piernas que caminaban y de cientos de coches que se arrastraban. Candela y el conejo se miraron fijamente. De pronto, el animal blanco se giró y echó a correr hacia un portal que estaba detrás. Instintivamente, Candela corrió tras él y entraron los dos. Cuando cruzó el portal volvió a buscar al conejo con la mirada y lo descubrió saltando de escalón en escalón hacia arriba. Llegaron al segundo piso y Candela contempló, estupefacta y horrorizada, cómo aquel conejo blanco rascaba con enferma ansiedad una puerta hasta desgajarse las uñas en sangrientos trazos en la madera. El conejo empezó a desvanecerse mientras rascaba la puerta manchándola de sangre. Desapareció. Sencillamente desapareció ante los ojos de Candela. Con la mente en blanco y un sudor frío giró el picaporte de la puerta y ésta se abrió gimiendo en un chirriar vetusto. La suave luz del día asomaba, tímida, por el quicio de una puerta. Candela se adentró y fue hacia la luz. Al traspasar aquella puerta, el hedor, la peste, abotargó sus vías respiratorias y asomó una arcada. Un cuerpo humano sin vida, descompuesto y esquelético estaba sentado frente a una ventana. Candela lo rodeó casi en estado catatónico hasta quedar frente a él; se giró y miró a través del cristal. Enfrente, una familia preparaba la comida de Navidad; una mujer tecleaba en un ordenador un piso por debajo de la familia y una pareja discutía para luego amarse. Candela volvió a mirar al viejo y se encontró a sí misma acariciando la carta que debería estar entre las páginas del libro. Algo, no supo qué, la empujó a dirigir su mirada a la mesa que había junto al cadáver. Una foto, tan inerte como una cicatriz, le enseñó a Candela el ejército de hijos desagradecidos. Eran su padre y sus tíos.
   Por fin Candela conoció a su abuelo. Era Navidad.