2 DE NOVIEMBRE DE
2118
-¿Quiere usted un vaso de agua, señor México?
-Sí, por favor.
La doctora pasó suavemente la yema de su dedo índice por el lector del
dispensador de agua. La pequeña impresora que había en el interior del
dispensador mezcló, a nivel subatómico, dos moléculas de Hidrógeno y una de
Oxígeno y empezó a imprimir un vaso hecho de esa mezcla. Cuando el vaso estuvo
formado, el software de la impresora cambió automáticamente de programa y
rellenó el interior del vaso con la misma mezcla pero con una densidad menor,
totalmente líquida.
-Por favor –invitó la doctora con un ademán.
Cogió el vaso, hecho de un agua tan densa que podías…eso: cogerla; bebió
el interior y, según se iba vaciando, el propio vaso perdía densidad licuándose
en su boca. ¡Qué coño! Estamos en el siglo
XXII, los vasos de agua son de agua.
Cero residuos.
-No hemos podido hacer nada más por su madre.
En ese momento apareció el comercial de Servicios Funerarios Digitales.
La doctora se despidió con gesto compungido. Quince minutos más tarde las
gestiones funerarias ya estaban hechas: el cuerpo de su madre pasaría a la Nube , “donde nada se pierde,
donde todo es eterno”, como reza el eslogan publicitario de Servicios
Funerarios Digitales. Una alarma sonó en su móvil.
-Ahí lo tiene –dijo el comercial con una leve sonrisa –. Pulse la opción
“3D” que aparece en la barra.
Así lo hizo. De la pantalla del móvil emergió un haz de luz que se
moldeó hasta formar el rostro de su madre. Era un rostro sonriente que rotaba
sobre sí mismo 360 grados. De su madre sólo quedaba su sonrisa; desaparecieron
sus enfados y sus muecas, se esfumaron sus gestos de duda y sus carcajadas;
hasta la ternura de su mirada se convirtió en una sonrisa vacua. A partir de
ese momento aquella sonrisa vaciaría de detalles la memoria de su hijo, con el
tiempo sólo recordaría esa sonrisa. Cero
residuos.
Mientras caminaba hacia su casa con la cabeza gacha, los hombros
encorvados y las manos en los bolsillos, la vida transcurría como siempre a su
alrededor: a su derecha alguien intentaba poner en marcha un coche que no se
encendía. A esa hora del día había poca gente en las calles, la mayoría
trabajaba desde casa –casi todos los trabajos se reducían a enviar y recibir
información desde el teléfono móvil. Unos para hacer funcionar una máquina en
una fábrica, otros para vender lo que se fabrica y otros para distribuir lo que
se vende –. El coche se encendió: nada de humo, nada de ruido, y eso que era un
coche muy viejo ya. Todavía era de los eléctricos enchufables, se notaba que
aquella persona no tenía muchos posibles. Casi todos los vehículos se movían,
ya, gracias a la energía solar. Hasta los de energía eólica se habían quedado
obsoletos, total, al no quedar agua en la
tierra las corrientes de aire…en fin, qué te voy a contar que tú no sepas. El
coche se elevó, todos volaban ya. Todas las calles eran ya peatonales. Los
vehículos circulaban por el aire y las fachadas de los edificios emitían un
campo de fuerza que impedía que chocaran contra ellos –al principio pasaba
mucho: ya no te atropellaban en la calle, te atropellaban en tu propia casa.
Les niñes –la distinción de género en el lenguaje era ya residual, más
tarde elegirían lo que querían ser –se encontraban en horario lectivo; todos en
sus casas recibiendo las clases online. Las calles vacías eran lo normal, ya no
había gente paseando al perro –hacía muchos años ya que la tenencia de animales
había sido prohibida para no menoscabar su libertad. Ni siquiera había
criaderos o granjas. La carne para consumo humano se conseguía, al igual que el
agua, en impresoras 3D –. La
Tierra era un planeta yermo en el que, paradójicamente, no
faltaba de nada.
En ese preciso momento su madre estaba siendo degradada a nivel
molecular, estaba desapareciendo físicamente, al igual que le hicieron a su
padre años atrás. Los cadáveres ya no se enterraban, ni siquiera se
incineraban. Ya no se iba a llorar a los muertos, ya no se iba a hablar con
ellos; los cementerios desaparecieron, la
tierra ya no tenía con qué alimentarse. Cero
residuos.
Llegó a casa y la encontró vacía, su madre ya no estaba. Lloró y
encendió el coche: necesitaba salir de ahí. Se elevó en el cielo y tomó rumbo
fuera del país –en 2118 el mundo estaba dividido en infinidad de micropaíses;
había tantas identidades nacionales como pocas las identidades personales:
aunque el individualismo se había convertido en la base de la existencia
humana, éste se limitaba a la imagen que las redes sociales promovían como
grupos de consumo.
Después de varias horas de viaje, atisbó en lontananza una especie de
burbuja de nubes. Con la curiosidad que da la tristeza allí se llegó. Aterrizó
en el límite de la burbuja y en ella se introdujo. La brisa le acarició el
rostro y la humedad embriagó sus células. Vio lo que en los libros antiguos
denominaban árboles y tras uno se
escondió. Varias personas se encontraban agachadas ante unas lenguas de piedra
que emergían de una tierra húmeda, verde…viva. Algunas de esas personas
lloraban, otras hablaban a esas lenguas graníticas, todas ponían flores a los
pies de las lenguas y todas parecían…llenas, no como las personas que conocía o
como él mismo: vacías. Esperó todo el día escondido tras los árboles hasta que
aquel campo de lenguas pétreas se vacío de gente, se acercó a las lenguas y en
ellas leyó inscripciones cinceladas con amor: nombres y fechas, mensajes del
tipo: Tus padres te echan de menos, Tus hijos y nietos te quieren, Recordadme y
perdonadme, etcétera. Aquel campo de lenguas de piedra estaba vivo gracias a
los muertos.
Un año después volvió a aquel campo y lloró escondido tras los árboles
porque no tenía lengua de piedra a la que llorar.
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