domingo, 6 de agosto de 2017

Mardita sea





                                                                   MARDITA SEA                  




         Aquel pelo ralo y viejo del equilibrio se partió.

      Una familia de peces de cristal, pequeña, frágil, tan transparente como su nombre, se encontraba comiendo y evitando ser comida, como todos. El hijo y la hija, además, se despistaban a menudo para jugar entre ellos. Era una tarde agradable. Su plácido vecino, el señor Dudongo, se cruzó con ellos, sonriendo atolondrado, como siempre, en dirección a algún sitio en el que hacer tranquilamente la digestión. Papá miraba constantemente alrededor, era su natural sentido de alerta. Mamá le recordó que se conocieron una tarde como aquella. Papá la rozó con su aleta y ella se hubiera sonrojado de no ser transparente. Aquel pez cirujano ya no nos dejará entrar en casa, cariño, le dijo ella envuelta en una manta de pesar. No te preocupes, nena. Nos metemos en otro sitio y ya está, le susurró él con aquella sonrisa que a ella tanto tranquilizaba. Mamá le dio un pícaro coletazo en el trasero y él se giró hacia ella con divertida provocación. Ella sonreía aceptando el envite cuando la sonrisa de él desapareció de repente y sus escamas se erizaron como escarpias. Su mirada se quedó fija en un punto detrás de ella. Mamá se giró y vio cómo una medusa aguijoneó sin piedad a don Dudongo. Aquel mamífero vegetariano, aquel vecino tan apacible y agradable, se revolvió en giros y disloques imposibles; sus ojos se abrían y cerraban convulsamente y vomitaba a trompicones la ensalada de vegetales que se acababa de comer. El horror apareció como un mago tras una nube de humo en el rostro de ella. Una mirada a papá la convenció de que no era una pesadilla: la expresión de él era la misma. Aún con las miradas cruzadas, éstas se diluyeron en un mar de ondas que venían de atrás. Era una cadencia, suavemente acompasada, que adormecía. Mamá se volvió a girar y vio cómo aquella medusa entonaba una alegre melodía mientras su veneno devoraba al vecino. Empezó a desenfocar aquella imagen y se concentró en el fondo, ahora turbio, removido…opaco. Cuando la polvareda de aquel extraño suceso empezó a despejar, mamá vislumbró una enorme sombra que se cernía sobre ellos. Cuando enfocó la vista, su rostro se torció aún más en una mueca de horror. Cientos, miles de medusas avanzaban en una kilométrica fila militar. No había el estruendo de millares de botas desfilando, era simplemente la agradable melodía. Todos a su alrededor: papá y los niños, el resto de  los vecinos, todos… estaban como hipnotizados. En ese momento, sólo ella dirigió la mirada a Dudongo. Estaba totalmente quieto, inmóvil. La miraba a ella fijamente con unos ojos que eran sombras, ya que una tenue luz de chimenea, agradable y reconfortante, se vislumbraba tras ellos. Era el reflejo que producía el fuego del Infierno, oculto al final del túnel que era ahora el cuerpo del rechoncho y simpático vecino. De pronto Dudongo estalló en un terrorífico rugido. En un rápido movimiento reflejo, mamá cogió de la aleta a papá, que despertó de su ensimismamiento y corrieron a coger a sus hijos. Salió la familia disparada en dirección contraria.

   Tras aquella sibilina y silenciosa infantería de medusas etéreas, elegantes, bellas, que flotaban como flotan las ideas ponzoñosas, llegaba el grueso del ejército. Interminables columnas de enormes tiburones, rorcuales, morenas y rayas; barracudas y jureles dentones y enloquecidos delfines avanzaban inexorables, absorbiendo en sus filas aquel torbellino destructivo que era ahora el señor Dudongo.

   Ahora sí, la Canción de la Sirena que entonaban las medusas desapareció. Llegó el estruendo de las botas y los arrecifes de coral, que servían de hogar a infinidad de pequeños peces, se vinieron abajo como grandes edificios de pisos en mitad de un bombardeo. Las rocas, el suelo… todo temblaba al paso del gran ejército. El que no había sido envenenado era devorado.
   Como el cristal, la familia cortaba el agua en su avance tenaz y desesperado, para que el infierno que venía de atrás no les alcanzara. Como el cristal…todo se podía romper.

   Estaban agotados de nadar tan rápido. La sombra demoníaca les pisaba las aletas caudales. Aquel huracán dentado les empujó a través del Canal de Suez hasta desembocar en el mar Mediterráneo. Entraron como a cámara lenta en una tranquila pradera de posidonias oceánicas. En ese momento ningún miembro de la familia recordó que eran peces de cristal, quizá por eso bajaron la guardia. Un congrio apareció y devoró a la hija. Papá, mamá y su hermano desencajaron sus rostros con punzadas de dolor. El congrio desapareció y llegó por fin el ensordecedor avance del caos, que venía de atrás. Los tres tuvieron que dejar tres lágrimas suspendidas a sus espaldas y volvieron a nadar como locos hacia delante. Mamá quedó atorada en el agujero de un plástico de los que sujetan un pack de seis latas de cerveza. ¡Salva al niño! gritó a papá. Él empujó a su hijo, desesperado y roto de cansancio lo más rápido que le permitían las aletas. Un imperceptible anzuelo se clavó en la boca abierta del crío y lo elevó como un cohete hacia el mundo exterior. Sólo el primitivo sentido de la supervivencia fue lo que arrojó a papá dentro del embudo del Estrecho de Gibraltar.

      Despertó. Flotaba en el silencio, en la calma. Estaba en el Atlántico Norte. Lo había conseguido. Pero a qué precio. Fijó la mirada al frente. Tendría que vivir allí a partir de ahora. Se dispuso a avanzar cuando la luz iluminó el horizonte turbio, removido…opaco. Se le heló la sangre en las venas y su rostro envejeció toda una vida. Aterradoras, descomunales, monstruosas, hambrientas y sonrientes orcas formaban vastas columnas frente a él.
   El comité de bienvenida estaba amenizado por un agradable canto de sirena.

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