CUANDO LAS ASPAS NO GIRAN
-Pero hijo, sopla las velas, hombre.
-Que no, mamá, que
ya soy mayor para eso, joder.
Era la primera
vez que se lo oía. No era un “joder” por
joder. Era dejación, era… Era muy pronto
para todo eso, pensó con tristeza. Su niño se le iba. Su mundo se rompía.
Ella sabía lo de los vientos.
Alonso comió tarta
con desgana y finiquitó la fiesta con la diligencia de un abogado. Se fue a su
cuarto, parecía abotargado. Hacía mucho calor. Asomó la cabeza por la ventana
para que le diera el aire, pero no había aire. El ambiente parecía gris y
cargaba. Una nube oscura se levantaba desde el suelo, era el humo de los
coches, que no se disipaba. Y, tumbado en la cama, reanudó sus siete conversaciones
de Whatsapp simultáneas; su Facebook, su Twitter, su Tinder y Dios sabe qué más, pensó su madre.
Alonso no digería, engullía. Le llamaba más la atención lo que en su pantalla
aparecía que lo que por la ventana veía.
La madre de Alonso
miró por la puerta entreabierta de la habitación de su hijo. Su niño hablaba
por teléfono. Contaba irónico la anécdota
de las velas. Era como el sonido que hizo un redondeado trocito de asfalto
reseco y vetusto que Alonso tiró a la papelera. Lo tenía desde hacía años. Estaba buscando restos del
meteorito que mató a los dinosaurios;
creyó que había encontrado uno porque tenía una lisa y reluciente esquirla de
cristal asomando por el centro. Era una renuncia. “Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su
linaje” era su sonido.
Al mismo tiempo recibía,
enviaba y comentaba todo lo que le llegaba a través de la red de redes. Su
madre no era tonta, sabía lo que había. Era todo lo que su hijo aprendía del
mundo, todo lo que de él conocería el mundo. Todos esos metadatos eran su
legado. Y al otro lado de la pantalla, el regocijo, “que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de
la pena que es razón que deje el muerto”.
Al contemplar a
Alonso, tumbado en la cama a estos menesteres, una letanía aulló en su cabeza: Morir loco y vivir cuerdo. No podía ser.
Su hijo no. Todavía no. Los vientos falsos generados en un diminuto pozo de
cristal transportaron a Alonso provocando unas ráfagas de componente ascendente
que descargaron en altura donde no debían. Sabía que su hijo se encontraba en
el septuagésimo séptimo capítulo. No era el orden natural. ¿De qué coño se iban a rellenar a partir de ahora las hojas del libro?
pensó tan aterrada que tuvo que taparse violentamente las orejas. Creyó
retumbar bajo ese grito mental desesperado. Ella sabía lo de los vientos. Giró
sobre sus talones y a buen paso cruzó el pasillo.
La nube de humo
negro, lejos de disiparse, había escalado otro piso. Uno más y llegaría a su
altura. Nada se podía ver a través de ella. Alonso se limitó a cerrar la
ventana.
Su madre entró
ávida con un libro en la habitación de su hijo. Ella sabía lo de los vientos. Sabía
que su hijo se había quedado varado en el octavo capítulo y, de alguna manera, fue
transportado al último. Los ecos de la Renuncia y los tintineos del Testamento la
alertaban de que, apenas, le quedaba tiempo. Ella sabía lo de los vientos.
-Hijo –media
sonrisa nerviosa apenas disimulaba la preocupación casi histérica de su madre-,
lee a partir de aquí.
-¿Qué? ¿Qué dices?
Por favor ya. ¿Es que se te ha ido la pelota o qué, mamá?
-Alonso… te lo pido
por favor –le dijo su madre mirándole a los ojos, con ansia desesperada –. Una
expresión de odioso adolescente dibujó la cara de Alonso. Leyó en voz alta. “En esto descubrieron treinta o cuarenta
molinos de viento… treinta o pocos más desaforados gigantes con quien pienso
hacer batalla...”. Alonso se interesaba. “¿Qué gigantes?... no estás cursado en esto de las aventuras...”.
Alonso lo vivía. “Non fuyades, cobardes y
viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete... ¡En blanco!
No había más. Ahí acababa la historia. La cara de Alonso pareció envejecer mil
años.
Al otro lado del
cristal la vida era ya una nube negra que había llegado a la altura de su
ventana; una nube negra que impedía ver nada, que escondía lo que detrás de
ella había, que escondía el mundo. La madre de Alonso pensó que sólo las aspas
de molino podían salvarle. Sólo Briareo moviendo sus brazos conseguiría que Don
Quijote continuara su camino. Ella lo sabía. Las velas de esas aspas tenían que
henchirse para disipar el humo.
-Hijo, por favor-.
Su mirada era ya súplica, era lágrima.
-No lo entiendo mamá. ¿Qué pasa?
-Si no tiene
gigantes con los que batallar, el caballero de la triste figura morirá y, sin
él, tu vida cuerda será. Sólo verás, pero no interpretarás. La vida es un
cúmulo de problemas que no cabe en cinco pulgadas y, a veces, solucionar un
problema es arremeter contra gigantes disfrazados de molinos.
Alonso lo entendió,
no sabía cómo pero así fue. Un ligero suspiro, casi imperceptible, exhaló su
alma por la boca. Ese diminuto viento acarició la página en blanco y, como si
de cosa de magia se tratara, las letras comenzaron a escribirse solas. “Levantóse en esto un poco de viento, y las
grandes aspas comenzaron a moverse…”.
Al otro lado de la
ventana, la nube negra había desaparecido, sólo cabía ya en cinco pulgadas. Alonso
recuperó el trozo de meteorito de la papelera y jugueteando con él entre los
dedos se zambulló en el libro.
La madre de Alonso
supo que la etérea letanía recuperaba el orden natural, el epitafio volvía a
ser el que debía; supo que el mundo a su hijo acreditaría su ventura, Morir
cuerdo y vivir loco.
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