NAVIDAD EN LA MADRIGUERA
Era
viejo y vivía solo. Era padre y estaba solo. Era abuelo y no lo sabía, pero
estaba solo. Cada día luchaba contra la soledad. Ella tenía sus armas: una
esposa enterrada y un ejército de hijos desagradecidos; él tenía sólo una: su
ventana. El viejo, en su sofá, se acercaba a quien habitaba el otro lado de la
ventana. Se sentía acompañado por la familia de enfrente, por la abogada del
primero que había hecho de su casa su oficina, por la pareja del tercero que
discutía todas las mañanas y se amaba todas las noches; les consideraba su
familia. Cada año le gustaba pasar las navidades con todos ellos. Tras su
ventana participaba de las conversaciones que les intuía, se reía cuando ellos
reían y lloraba cuando ellos lloraban,
La última Navidad alguien
entró en su casa y delante de la ventana descargó sobre su anciano rostro once
puñetazos que lo mataron; le robó cuatro billetes escondidos infantilmente
dentro de una taza y se fue. Ni la familia, ni la abogada, ni la pareja. Nadie
vio nada. Nadie se enteró. Tan cerca de ellos, tan lejos de todos.
Hoy es Navidad. El viejo sigue
ahí, ahora pestilente. Sus hijos tampoco vendrán este año. Nadie mira su
ventana. Esta Navidad, como todas, la soledad vive enfrente.
Madrid,
a 25 de diciembre de 2016.
Cuando Candela terminó de
leer la carta, un mundo distorsionado, feo, apareció ante ella. Todo se
convirtió en siluetas grotescas y sibilinas. Eran las lágrimas, que inundaron
sus ojos y todo parecía estar en el fondo de un océano. Perdido. Dobló otra vez
la carta y la volvió a meter en el sobre que acababa de encontrar entre las
páginas de un viejo ejemplar de Alicia en
el país de las maravillas. Tenía el día libre y decidió desayunar en la
biblioteca de su barrio, en Madrid. El pequeño termo de café suspiraba junto a
ella y el olor de los desayunos en la casa de su infancia le recordó que nunca
conoció a su abuelo. Murió antes de nacer tú, le dijeron.
Según la fecha de la carta hacía un año exacto que fue escrita. Candela,
no supo bien por qué, guardó la carta otra vez entre las páginas del libro,
nunca sabría que fue justo en la página en la que Alicia cae dentro de la
madriguera; firmó el préstamo y salió a la calle con el libro bajo el brazo. La
luz del sol iluminó sus ojos aún llorosos, aspiró la polución de la mañana y un
sentimiento de pena por la soledad de aquel viejo, matado con once puñetazos,
la sumió en un sentimiento de lejana culpabilidad.
Esperó al autobús y subió a
él. Sentada junto a la ventana sintió cómo la mirada de aquel abuelo salía de
sus ojos y escudriñaba el otro lado del cristal. De repente, vio algo, se
levantó de la silla como un resorte; pulsó el botón de parada, nerviosa, pero
el conductor no quiso detener el autobús hasta llegar a la parada
correspondiente. Candela estaba tan excitada que llamaba la atención sin
quererlo. Cuando el autobús se detuvo, bajó corriendo y cruzó la calzada sin
mirar, casi provocando un accidente. Rápidos y nerviosos movimientos de cabeza
buscaban lo que acababa de ver por la ventana. Ya no estaba. ¡No, por favor! Y
entonces lo vio: un pequeño conejo blanco, níveo, estaba de pie, como si nada,
en una acera de la ciudad rodeado de cientos de piernas que caminaban y de cientos
de coches que se arrastraban. Candela y el conejo se miraron fijamente. De
pronto, el animal blanco se giró y echó a correr hacia un portal que estaba
detrás. Instintivamente, Candela corrió tras él y entraron los dos. Cuando
cruzó el portal volvió a buscar al conejo con la mirada y lo descubrió saltando
de escalón en escalón hacia arriba. Llegaron al segundo piso y Candela
contempló, estupefacta y horrorizada, cómo aquel conejo blanco rascaba con
enferma ansiedad una puerta hasta desgajarse las uñas en sangrientos trazos en
la madera. El conejo empezó a desvanecerse mientras rascaba la puerta
manchándola de sangre. Desapareció. Sencillamente desapareció ante los ojos de
Candela. Con la mente en blanco y un sudor frío giró el picaporte de la puerta
y ésta se abrió gimiendo en un chirriar vetusto. La suave luz del día asomaba,
tímida, por el quicio de una puerta. Candela se adentró y fue hacia la luz. Al
traspasar aquella puerta, el hedor, la peste, abotargó sus vías respiratorias y
asomó una arcada. Un cuerpo humano sin vida, descompuesto y esquelético estaba
sentado frente a una ventana. Candela lo rodeó casi en estado catatónico hasta
quedar frente a él; se giró y miró a través del cristal. Enfrente, una familia
preparaba la comida de Navidad; una mujer tecleaba en un ordenador un piso por
debajo de la familia y una pareja discutía para luego amarse. Candela volvió a
mirar al viejo y se encontró a sí misma acariciando la carta que debería estar
entre las páginas del libro. Algo, no supo qué, la empujó a dirigir su mirada a
la mesa que había junto al cadáver. Una foto, tan inerte como una cicatriz, le
enseñó a Candela el ejército de hijos desagradecidos. Eran su padre y sus
tíos.
Por fin Candela conoció a su abuelo. Era Navidad.
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