MARDITA SEA
Aquel pelo ralo y viejo del equilibrio se
partió.
Una familia de peces de
cristal, pequeña, frágil, tan transparente como su nombre, se encontraba
comiendo y evitando ser comida, como todos. El hijo y la hija, además, se
despistaban a menudo para jugar entre ellos. Era una tarde agradable. Su
plácido vecino, el señor Dudongo, se cruzó con ellos, sonriendo atolondrado,
como siempre, en dirección a algún sitio en el que hacer tranquilamente la
digestión. Papá miraba constantemente alrededor, era su natural sentido de
alerta. Mamá le recordó que se conocieron una tarde como aquella. Papá la rozó
con su aleta y ella se hubiera sonrojado de no ser transparente. Aquel pez cirujano ya no nos dejará entrar
en casa, cariño, le dijo ella envuelta en una manta de pesar. No te preocupes, nena. Nos metemos en otro
sitio y ya está, le susurró él con aquella sonrisa que a ella tanto
tranquilizaba. Mamá le dio un pícaro coletazo en el trasero y él se giró hacia
ella con divertida provocación. Ella sonreía aceptando el envite cuando la
sonrisa de él desapareció de repente y sus escamas se erizaron como escarpias.
Su mirada se quedó fija en un punto detrás de ella. Mamá se giró y vio cómo una
medusa aguijoneó sin piedad a don Dudongo. Aquel mamífero vegetariano, aquel
vecino tan apacible y agradable, se revolvió en giros y disloques imposibles;
sus ojos se abrían y cerraban convulsamente y vomitaba a trompicones la
ensalada de vegetales que se acababa de comer. El horror apareció como un mago
tras una nube de humo en el rostro de ella. Una mirada a papá la convenció de
que no era una pesadilla: la expresión de él era la misma. Aún con las miradas
cruzadas, éstas se diluyeron en un mar de ondas que venían de atrás. Era una
cadencia, suavemente acompasada, que adormecía. Mamá se volvió a girar y vio
cómo aquella medusa entonaba una alegre melodía mientras su veneno devoraba al
vecino. Empezó a desenfocar aquella imagen y se concentró en el fondo, ahora
turbio, removido…opaco. Cuando la polvareda de aquel extraño suceso empezó a
despejar, mamá vislumbró una enorme sombra que se cernía sobre ellos. Cuando
enfocó la vista, su rostro se torció aún más en una mueca de horror. Cientos,
miles de medusas avanzaban en una kilométrica fila militar. No había el
estruendo de millares de botas desfilando, era simplemente la agradable melodía.
Todos a su alrededor: papá y los niños, el resto de los vecinos, todos… estaban como
hipnotizados. En ese momento, sólo ella dirigió la mirada a Dudongo. Estaba
totalmente quieto, inmóvil. La miraba a ella fijamente con unos ojos que eran
sombras, ya que una tenue luz de chimenea, agradable y reconfortante, se
vislumbraba tras ellos. Era el reflejo que producía el fuego del Infierno,
oculto al final del túnel que era ahora el cuerpo del rechoncho y simpático
vecino. De pronto Dudongo estalló en un terrorífico rugido. En un rápido
movimiento reflejo, mamá cogió de la aleta a papá, que despertó de su
ensimismamiento y corrieron a coger a sus hijos. Salió la familia disparada en
dirección contraria.
Tras aquella sibilina y silenciosa infantería de medusas etéreas,
elegantes, bellas, que flotaban como flotan las ideas ponzoñosas, llegaba el
grueso del ejército. Interminables columnas de enormes tiburones, rorcuales,
morenas y rayas; barracudas y jureles dentones y enloquecidos delfines
avanzaban inexorables, absorbiendo en sus filas aquel torbellino destructivo
que era ahora el señor Dudongo.
Ahora sí, la Canción
de la Sirena
que entonaban las medusas desapareció. Llegó el estruendo de las botas y los
arrecifes de coral, que servían de hogar a infinidad de pequeños peces, se
vinieron abajo como grandes edificios de pisos en mitad de un bombardeo. Las
rocas, el suelo… todo temblaba al paso del gran ejército. El que no había sido
envenenado era devorado.
Como el cristal, la familia cortaba el agua en su avance tenaz y
desesperado, para que el infierno que venía de atrás no les alcanzara. Como el
cristal…todo se podía romper.
Estaban agotados de nadar tan rápido. La sombra demoníaca les pisaba las
aletas caudales. Aquel huracán dentado les empujó a través del Canal de Suez
hasta desembocar en el mar Mediterráneo. Entraron como a cámara lenta en una
tranquila pradera de posidonias oceánicas. En ese momento ningún miembro de la
familia recordó que eran peces de cristal, quizá por eso bajaron la guardia. Un
congrio apareció y devoró a la hija. Papá, mamá y su hermano desencajaron sus
rostros con punzadas de dolor. El congrio desapareció y llegó por fin el
ensordecedor avance del caos, que venía de atrás. Los tres tuvieron que dejar
tres lágrimas suspendidas a sus espaldas y volvieron a nadar como locos hacia
delante. Mamá quedó atorada en el agujero de un plástico de los que sujetan un
pack de seis latas de cerveza. ¡Salva al
niño! gritó a papá. Él empujó a su hijo, desesperado y roto de cansancio lo
más rápido que le permitían las aletas. Un imperceptible anzuelo se clavó en la
boca abierta del crío y lo elevó como un cohete hacia el mundo exterior. Sólo el
primitivo sentido de la supervivencia fue lo que arrojó a papá dentro del
embudo del Estrecho de Gibraltar.
Despertó. Flotaba en el silencio, en la
calma. Estaba en el Atlántico Norte. Lo había conseguido. Pero a qué precio.
Fijó la mirada al frente. Tendría que vivir allí a partir de ahora. Se dispuso
a avanzar cuando la luz iluminó el horizonte turbio, removido…opaco. Se le heló
la sangre en las venas y su rostro envejeció toda una vida. Aterradoras,
descomunales, monstruosas, hambrientas y sonrientes orcas formaban vastas
columnas frente a él.
El comité de bienvenida estaba amenizado por un agradable canto de
sirena.