miércoles, 5 de agosto de 2020

LO IMPORTANTE ES LO IMPORTANTE

     


                                              LO IMPORTANTE ES LO IMPORTANTE

                                            

 

            –“En verano todo apesta, hasta lo que no tiene olor”. Lo dijo a trompicones, entre esputos y toses.  El mismo hilo de sangre que caía de su nariz resbalaba también por su garganta. Arcadas y borbotones. Gemidos y graznidos. Se retorció y murió.  

   »Fuera… Fuera hacía mucho calor. ¡Coño…esto es Almería! Estamos en agosto. El mismísimo Diablo tiene que pasar de puntillas por este desierto. Kilómetros y kilómetros de arena y matojos cociéndose a fuego lento. Aquí el Sol no es sólo sol, es un tiburón dentro de una pecera, es la guillotina que ves caer si te pusieran al revés: Implacable…Absoluta. ¡Vacía! Estaba vacía pero yo seguía llevando la puta botellita de plástico en la mano. La estrujaba en busca de una mísera gota cada vez que movía la lengua y me la notaba como si estuviera empanada. Era como si tuviese una croqueta en la boca restregándose. Cada vez me costaba más abrir la garganta para respirar. Me dolía la carne viva que, reseca, se tocaba dentro de ella. Mis ojos se convirtieron en el tacto de un tamiz arenoso. No podía cerrarlos sin que me doliera; no conseguía humedecerlos con lágrima porque no me salía ninguna. Y el Sol lo inundaba todo. Aunque no lo mirara directamente, la arena del suelo era como papel Albal. Era un reflejo constante que iba haciendo, cada vez, el tamiz de mis ojos más arenoso. Mi cabeza palpitaba como si una mano gigante agarrara todas las arterias de mi cerebro y las estrujara como yo estrujaba aquella miserable botellita de plástico. Llegué a creer que explotaría como un globo de agua. ¡Ja! Qué ironía– pensó y se sonrió.

   ‒Al pisar –dijo –, era  como si los dedos de un pianista furioso martillearan con odio en las plantas de mis pies. Fue horroroso. Cada paso que daba era un suplicio, cada pausa que hacía era un suicidio. Tenía que seguir, era la única opción. A veces, incluso, llegué a intentar humedecerme los ojos con gotas de un sudor inacabable. El escozor que me producía era tal que tenía que parar y apretarlos hasta atravesar el maldito tamiz arenoso con las pupilas. ¡No no no! –sollozó en un murmullo patético mientras un llanto rompió su rostro y se lo aprisionó con las manos tensas.

   –El reflejo del suelo –continuó relatando dentro de una carcasa de temblor –cubría cada vez más mi campo de visión. Casi todo lo veía blanco. Poco a poco me costaba más respirar y me salía una especie de mugido lastimero. Ya, ni siquiera daba esos pasos que eran suplicios: arrastraba los pies como si fueran raíces de árbol. Hice otra pausa y me fallaron las rodillas. Noté la arena como aceite hirviendo. Cerré los ojos con fuerza en un colapsado gesto de masoquismo y apreté los dientes aumentando la presión arterial de mi cabeza, hasta que creí ver aquel viejo globo de agua explotar. Miré hacia atrás, en dirección al coche del que venía. Estaba tan perdido en la eternidad, tan lejano y tan roto como un sueño de infancia que los años retuercen hasta convertirlo en una pesadilla. En un movimiento, casi arcano, volví a mirar hacia adelante. Y aquí estaba: pequeña, solitaria…, opaca: una caseta de piedra. “¡Una caseta de piedra!” me obligué a decir en voz alta para intentar reaccionar, para mantenerme  asido a la vida; para creer que lo que estaba viendo no era un espejismo del desierto. ¿Qué tiene. Dos metros de ancho y dos de largo? ¿Tres metros de alto? –les preguntó con la mirada ahogada en un pozo eterno.

  –Corrí hasta la puerta como corren los borrachos. Presioné el picaporte y abrí con violencia, entrando en la caseta de un salto. Tras de mi, la puerta se cerró tan violentamente como se abrió. No pude volver a abrirla porque no tiene picaporte de este lado –les dijo con gesto desesperado–. Me quedé inmóvil, intentando enfocar el interior. El reflejo blanco que me cegaba y atormentaba se ahogó en una repentina oscuridad. Un gajo de sol entraba por ese ventanuco de ahí arriba y la oscuridad se abrió en un tenue telón grisáceo. Como en una niebla que se disipa, lo primero que vi fue esta botella de agua. Después de pasar horas como les he contado…, imaginen. Agua tan transparente, tan inodora, tan… inocente. Cogí la botella y bebí. ¡Sí! ¡Por Dios! ¡Bebí! Y bebí como si no hubiera un mañana. No era agua lo que bebía, ¡era oro! Era Vida y era el Todo; era un fin en sí misma. Así que bebí.

   »Mis labios, agrietados como un barco viejo, costrosos de sangre reseca, volvieron a la vida. La croqueta de mi lengua perdió su empanado y el roce de la carne viva en mi garganta se volvió caricia de seda. El agua que ya no me entró me la eché por la cara y el cuello. El tamiz arenoso de mis ojos fue barrido y pude cerrar los párpados sin rascar como tiza en pizarra. Un chorro resbaló por mi columna vertebral desde la nuca hasta la raja del culo…¡Jooooder! Me dio la vida.

   »Entonces, fue cuando oí aquello: “En verano todo apesta, hasta lo que no tiene olor”. Me giré y le vi. Tirado en el suelo junto a esa pared, oculto en la penumbra. Grité y tropecé; me caí y me revolqué.

 

   Los dos agentes de la Guardia Civil cruzaron sus miradas fugazmente.

   –Mire, caballero –dijo uno de ellos–. Yo sólo sé que acabamos de llegar aquí, en  mitad del desierto de Almería, como usted bien dice, y hemos abierto la puerta de una caseta que no se puede abrir desde dentro. Al entrar, nos encontramos con un individuo muerto de una paliza y a usted, manchado de sangre, junto a una botella de agua vacía… ¿Dónde está su mascarilla?

   El silencio pareció alejarles una milla.

   Levantó una mano y exclamó: “¡Mierda!”, al tocarse la barbilla.


domingo, 11 de noviembre de 2018

2 DE NOVIEMBRE DE 2118



2 DE NOVIEMBRE DE 2118



   -¿Quiere usted un vaso de agua, señor México?
   -Sí, por favor.
   La doctora pasó suavemente la yema de su dedo índice por el lector del dispensador de agua. La pequeña impresora que había en el interior del dispensador mezcló, a nivel subatómico, dos moléculas de Hidrógeno y una de Oxígeno y empezó a imprimir un vaso hecho de esa mezcla. Cuando el vaso estuvo formado, el software de la impresora cambió automáticamente de programa y rellenó el interior del vaso con la misma mezcla pero con una densidad menor, totalmente líquida.
   -Por favor –invitó la doctora con un ademán.
   Cogió el vaso, hecho de un agua tan densa que podías…eso: cogerla; bebió el interior y, según se iba vaciando, el propio vaso perdía densidad licuándose en su boca. ¡Qué coño! Estamos en el siglo XXII, los vasos de agua son de agua. Cero residuos.
   -No hemos podido hacer nada más por su madre.
   En ese momento apareció el comercial de Servicios Funerarios Digitales. La doctora se despidió con gesto compungido. Quince minutos más tarde las gestiones funerarias ya estaban hechas: el cuerpo de su madre pasaría a la Nube, “donde nada se pierde, donde todo es eterno”, como reza el eslogan publicitario de Servicios Funerarios Digitales. Una alarma sonó en su móvil.
   -Ahí lo tiene –dijo el comercial con una leve sonrisa –. Pulse la opción “3D” que aparece en la barra.
   Así lo hizo. De la pantalla del móvil emergió un haz de luz que se moldeó hasta formar el rostro de su madre. Era un rostro sonriente que rotaba sobre sí mismo 360 grados. De su madre sólo quedaba su sonrisa; desaparecieron sus enfados y sus muecas, se esfumaron sus gestos de duda y sus carcajadas; hasta la ternura de su mirada se convirtió en una sonrisa vacua. A partir de ese momento aquella sonrisa vaciaría de detalles la memoria de su hijo, con el tiempo sólo recordaría esa sonrisa. Cero residuos.

   Mientras caminaba hacia su casa con la cabeza gacha, los hombros encorvados y las manos en los bolsillos, la vida transcurría como siempre a su alrededor: a su derecha alguien intentaba poner en marcha un coche que no se encendía. A esa hora del día había poca gente en las calles, la mayoría trabajaba desde casa –casi todos los trabajos se reducían a enviar y recibir información desde el teléfono móvil. Unos para hacer funcionar una máquina en una fábrica, otros para vender lo que se fabrica y otros para distribuir lo que se vende –. El coche se encendió: nada de humo, nada de ruido, y eso que era un coche muy viejo ya. Todavía era de los eléctricos enchufables, se notaba que aquella persona no tenía muchos posibles. Casi todos los vehículos se movían, ya, gracias a la energía solar. Hasta los de energía eólica se habían quedado obsoletos, total, al no quedar agua en la tierra las corrientes de aire…en fin, qué te voy a contar que tú no sepas. El coche se elevó, todos volaban ya. Todas las calles eran ya peatonales. Los vehículos circulaban por el aire y las fachadas de los edificios emitían un campo de fuerza que impedía que chocaran contra ellos –al principio pasaba mucho: ya no te atropellaban en la calle, te atropellaban en tu propia casa.
   Les niñes –la distinción de género en el lenguaje era ya residual, más tarde elegirían lo que querían ser –se encontraban en horario lectivo; todos en sus casas recibiendo las clases online. Las calles vacías eran lo normal, ya no había gente paseando al perro –hacía muchos años ya que la tenencia de animales había sido prohibida para no menoscabar su libertad. Ni siquiera había criaderos o granjas. La carne para consumo humano se conseguía, al igual que el agua, en impresoras 3D –. La Tierra era un planeta yermo en el que, paradójicamente, no faltaba de nada.
   En ese preciso momento su madre estaba siendo degradada a nivel molecular, estaba desapareciendo físicamente, al igual que le hicieron a su padre años atrás. Los cadáveres ya no se enterraban, ni siquiera se incineraban. Ya no se iba a llorar a los muertos, ya no se iba a hablar con ellos; los cementerios desaparecieron, la tierra ya no tenía con qué alimentarse. Cero residuos.
   Llegó a casa y la encontró vacía, su madre ya no estaba. Lloró y encendió el coche: necesitaba salir de ahí. Se elevó en el cielo y tomó rumbo fuera del país –en 2118 el mundo estaba dividido en infinidad de micropaíses; había tantas identidades nacionales como pocas las identidades personales: aunque el individualismo se había convertido en la base de la existencia humana, éste se limitaba a la imagen que las redes sociales promovían como grupos de consumo.
   Después de varias horas de viaje, atisbó en lontananza una especie de burbuja de nubes. Con la curiosidad que da la tristeza allí se llegó. Aterrizó en el límite de la burbuja y en ella se introdujo. La brisa le acarició el rostro y la humedad embriagó sus células. Vio lo que en los libros antiguos denominaban árboles y tras uno se escondió. Varias personas se encontraban agachadas ante unas lenguas de piedra que emergían de una tierra húmeda, verde…viva. Algunas de esas personas lloraban, otras hablaban a esas lenguas graníticas, todas ponían flores a los pies de las lenguas y todas parecían…llenas, no como las personas que conocía o como él mismo: vacías. Esperó todo el día escondido tras los árboles hasta que aquel campo de lenguas pétreas se vacío de gente, se acercó a las lenguas y en ellas leyó inscripciones cinceladas con amor: nombres y fechas, mensajes del tipo: Tus padres te echan de menos, Tus hijos y nietos te quieren, Recordadme y perdonadme, etcétera. Aquel campo de lenguas de piedra estaba vivo gracias a los muertos.

   Un año después volvió a aquel campo y lloró escondido tras los árboles porque no tenía lengua de piedra a la que llorar. 

martes, 26 de junio de 2018

EL SEGUNDO TIEMPO

                                         EL SEGUNDO TIEMPO


      Baja el volumen del viejo transistor. Empate a cero en el descanso. El calor de la lamparilla le hace sudar porque lleva puesta la bufanda de su equipo. Un carillón, anciano como él, marca, inexorable, el tiempo que se va. Pero ya no le presta atención.
   Se quita las gafas y, cansado, se frota la cara con las manos. En la mesa, junto a la radio, el diario deportivo del día empieza su convivencia con la pila de diarios atrasados. Varios boletos de quiniela desperdigados muestran sueños de papel aunque, para ser sinceros, él no tiene esos sueños. Jugar a la quiniela es para él la Babilonia de Richard Brautigan. Él es feliz en su piso, con su mujer, ya jubilados hace mucho tiempo. Todas las tardes, mientras ella lee o cose, o sale a charlar con la gente del barrio; o ve un programa de televisión, o hace la cena, él se sienta en su mesa de despacho y lee, relee y subraya los diarios deportivos. Traza esquemas de juego en cuadernos que ya hacen pila mientras gira a un lado y a otro el dial de la radio, cuadrando los diferentes programas deportivos en sus franjas horarias. Es un trabajo arduo. Es un trabajo constante. Es un estudioso. Él… es el Fútbol.
   Cuando ella está en casa le va comentando el partido respectivo: “¿Te lo puedes creer, cariño?” Y ella siempre se interesa. Son muchas décadas juntos, muchas ligas y Copas del Rey; son muchas Copas de Europa, muchas Copas de la Uefa y muchos mundiales…y mundialitos. Son muchos descensos y muchos ascensos. Muchos Premios Zamora, Balones de Oro y Pichichis:
   -Dime, rey.  
   -Pues no va este entrenadorucho y cambia a un delantero por otro centrocampista.
   -Pero si sólo ganan de uno –dice ella con tono indignado sin despegar los ojos del pescado que pasa sus últimos momentos en este mundo haciéndose a la plancha en una sartén.
   -¡Pues eso digo yo! –responde él dando una palmada en la mesa. –Lo que tiene que hacer es adelantar el centro del campo y presionar la salida del balón, porque ellos están cansados y ya no les quedan cambios que hacer.
   -¿Quieres las patatas asadas o fritas?
   -¡Fíjate! ¡Fíjate, por Dios! Pero, ¿dónde le han dado el carné de entrenador a este palurdo? Ahora va y les dice que cuelguen balones largos. ¿Pero es que no ve que…
   -¡Las patatas! –grita ella desde la cocina.
   -¡Qué!
   -¿Qué si las quieres fritas o asadas?
   Pero esta tarde no está ella. Iba al mercado, a sentarse a charlar en la puerta con la carnicera y el tapicero, que no les interesa el fútbol.
   Suena el teléfono, que también está encima de la mesa de despacho: “Tengo a su esposa”, dice la voz al otro lado. “Si el partido acaba en empate a cero la mataré”. La llamada se corta. Temblando, vuelve a subir el volumen del transistor. Empieza el segundo tiempo. Por primera vez desde hace años oye el péndulo del carillón. El saque del centro del campo deriva rápidamente en una cabalgada de su equipo por la banda izquierda. El carillón parece acelerar su tempo. Le viene a la cabeza el recuerdo de cuando se conocieron. Él era mecánico de coches, ella trabajaba en la oficina de una tienda de repuestos. ¿Quieres ir al fútbol este domingo conmigo? le preguntó él. Sí. Cincuenta y cinco años han pasado. Ninguno le sobra. Ya ni recuerda su vida antes de conocerla. Sus ojos viejos se humedecen y mira de reojo una estadística apuntada en el margen de una página del diario de hoy: nunca se han marcado ningún gol estos dos equipos desde que coinciden en la misma categoría. Sus ojos ya no están húmedos, ahora son cataratas. El carillón sigue acelerando progresivamente el paso. El equipo contrario encuentra un hueco en el centro de la defensa y un falso 9 engancha un tiro exterior que vuela como un misil hacia portería. El defensa ladea la cabeza lo justo para que el balón no impacte contra su nariz, lo justo para que éste siga su curso; lo justo para que empuje la red tras la espalda de un portero despistado. “¡Gooool!” grita encolerizado. “¡Golgolgolgol! ¡Gooool!”. Palmea furioso la mesa mientras sigue gritando. Nunca había celebrado un gol de aquella manera. Si no, que se lo pregunten a su vecinos, que en ese momento se miraban extrañados “¿Qué grita ese tarao? Si ha marcado el equipo contrario”. “Un momento un momento”, dice la voz del narrador de la radio. “El árbitro escucha las indicaciones por el pinganillo. No da el gol. ¡No da el gol! Gol anulado”. Sus ojos se secan de repente y se abren como luceros en la noche. “¡Puto VAR!” grita. La pelota vuelve a rodar, el carillón está que echa humo. Regates, apertura de bandas, presión en la medular. Su equipo está jugando bien. Recuerda su boda. El péndulo está loco. Tiralíneas, desmarques, libres indirectos. Su equipo es una apisonadora. Recuerda cuando el médico les dijo que no podrían tener hijos. El carillón es ya un tren desbocado. El balón rebota en el travesaño, en la cabeza de un defensa, en la rodilla del portero, en la espalda del delantero, en un poste; como la bola de la Máquina del Millón. ¡Penalti! ¡Penalti a favor de su equipo en el último minuto! El péndulo del carillón se detiene. Silencio. Recuerda que planearon ir mañana por la mañana a ver los almendros en flor.
   Silencio.
   El árbitro pita el lanzamiento y el péndulo suena como el mazo de un juez. 

domingo, 6 de agosto de 2017

Mardita sea





                                                                   MARDITA SEA                  




         Aquel pelo ralo y viejo del equilibrio se partió.

      Una familia de peces de cristal, pequeña, frágil, tan transparente como su nombre, se encontraba comiendo y evitando ser comida, como todos. El hijo y la hija, además, se despistaban a menudo para jugar entre ellos. Era una tarde agradable. Su plácido vecino, el señor Dudongo, se cruzó con ellos, sonriendo atolondrado, como siempre, en dirección a algún sitio en el que hacer tranquilamente la digestión. Papá miraba constantemente alrededor, era su natural sentido de alerta. Mamá le recordó que se conocieron una tarde como aquella. Papá la rozó con su aleta y ella se hubiera sonrojado de no ser transparente. Aquel pez cirujano ya no nos dejará entrar en casa, cariño, le dijo ella envuelta en una manta de pesar. No te preocupes, nena. Nos metemos en otro sitio y ya está, le susurró él con aquella sonrisa que a ella tanto tranquilizaba. Mamá le dio un pícaro coletazo en el trasero y él se giró hacia ella con divertida provocación. Ella sonreía aceptando el envite cuando la sonrisa de él desapareció de repente y sus escamas se erizaron como escarpias. Su mirada se quedó fija en un punto detrás de ella. Mamá se giró y vio cómo una medusa aguijoneó sin piedad a don Dudongo. Aquel mamífero vegetariano, aquel vecino tan apacible y agradable, se revolvió en giros y disloques imposibles; sus ojos se abrían y cerraban convulsamente y vomitaba a trompicones la ensalada de vegetales que se acababa de comer. El horror apareció como un mago tras una nube de humo en el rostro de ella. Una mirada a papá la convenció de que no era una pesadilla: la expresión de él era la misma. Aún con las miradas cruzadas, éstas se diluyeron en un mar de ondas que venían de atrás. Era una cadencia, suavemente acompasada, que adormecía. Mamá se volvió a girar y vio cómo aquella medusa entonaba una alegre melodía mientras su veneno devoraba al vecino. Empezó a desenfocar aquella imagen y se concentró en el fondo, ahora turbio, removido…opaco. Cuando la polvareda de aquel extraño suceso empezó a despejar, mamá vislumbró una enorme sombra que se cernía sobre ellos. Cuando enfocó la vista, su rostro se torció aún más en una mueca de horror. Cientos, miles de medusas avanzaban en una kilométrica fila militar. No había el estruendo de millares de botas desfilando, era simplemente la agradable melodía. Todos a su alrededor: papá y los niños, el resto de  los vecinos, todos… estaban como hipnotizados. En ese momento, sólo ella dirigió la mirada a Dudongo. Estaba totalmente quieto, inmóvil. La miraba a ella fijamente con unos ojos que eran sombras, ya que una tenue luz de chimenea, agradable y reconfortante, se vislumbraba tras ellos. Era el reflejo que producía el fuego del Infierno, oculto al final del túnel que era ahora el cuerpo del rechoncho y simpático vecino. De pronto Dudongo estalló en un terrorífico rugido. En un rápido movimiento reflejo, mamá cogió de la aleta a papá, que despertó de su ensimismamiento y corrieron a coger a sus hijos. Salió la familia disparada en dirección contraria.

   Tras aquella sibilina y silenciosa infantería de medusas etéreas, elegantes, bellas, que flotaban como flotan las ideas ponzoñosas, llegaba el grueso del ejército. Interminables columnas de enormes tiburones, rorcuales, morenas y rayas; barracudas y jureles dentones y enloquecidos delfines avanzaban inexorables, absorbiendo en sus filas aquel torbellino destructivo que era ahora el señor Dudongo.

   Ahora sí, la Canción de la Sirena que entonaban las medusas desapareció. Llegó el estruendo de las botas y los arrecifes de coral, que servían de hogar a infinidad de pequeños peces, se vinieron abajo como grandes edificios de pisos en mitad de un bombardeo. Las rocas, el suelo… todo temblaba al paso del gran ejército. El que no había sido envenenado era devorado.
   Como el cristal, la familia cortaba el agua en su avance tenaz y desesperado, para que el infierno que venía de atrás no les alcanzara. Como el cristal…todo se podía romper.

   Estaban agotados de nadar tan rápido. La sombra demoníaca les pisaba las aletas caudales. Aquel huracán dentado les empujó a través del Canal de Suez hasta desembocar en el mar Mediterráneo. Entraron como a cámara lenta en una tranquila pradera de posidonias oceánicas. En ese momento ningún miembro de la familia recordó que eran peces de cristal, quizá por eso bajaron la guardia. Un congrio apareció y devoró a la hija. Papá, mamá y su hermano desencajaron sus rostros con punzadas de dolor. El congrio desapareció y llegó por fin el ensordecedor avance del caos, que venía de atrás. Los tres tuvieron que dejar tres lágrimas suspendidas a sus espaldas y volvieron a nadar como locos hacia delante. Mamá quedó atorada en el agujero de un plástico de los que sujetan un pack de seis latas de cerveza. ¡Salva al niño! gritó a papá. Él empujó a su hijo, desesperado y roto de cansancio lo más rápido que le permitían las aletas. Un imperceptible anzuelo se clavó en la boca abierta del crío y lo elevó como un cohete hacia el mundo exterior. Sólo el primitivo sentido de la supervivencia fue lo que arrojó a papá dentro del embudo del Estrecho de Gibraltar.

      Despertó. Flotaba en el silencio, en la calma. Estaba en el Atlántico Norte. Lo había conseguido. Pero a qué precio. Fijó la mirada al frente. Tendría que vivir allí a partir de ahora. Se dispuso a avanzar cuando la luz iluminó el horizonte turbio, removido…opaco. Se le heló la sangre en las venas y su rostro envejeció toda una vida. Aterradoras, descomunales, monstruosas, hambrientas y sonrientes orcas formaban vastas columnas frente a él.
   El comité de bienvenida estaba amenizado por un agradable canto de sirena.

domingo, 18 de junio de 2017

Cuando las aspas no giran

                                          CUANDO LAS ASPAS NO GIRAN



      -Pero hijo, sopla las velas, hombre.
   -Que no, mamá, que ya soy mayor para eso, joder.
   Era la primera vez  que se lo oía. No era un “joder” por joder. Era dejación, era… Era muy pronto para todo eso, pensó con tristeza. Su niño se le iba. Su mundo se rompía. Ella sabía lo de los vientos.

   Alonso comió tarta con desgana y finiquitó la fiesta con la diligencia de un abogado. Se fue a su cuarto, parecía abotargado. Hacía mucho calor. Asomó la cabeza por la ventana para que le diera el aire, pero no había aire. El ambiente parecía gris y cargaba. Una nube oscura se levantaba desde el suelo, era el humo de los coches, que no se disipaba. Y, tumbado en la cama, reanudó sus siete conversaciones de Whatsapp simultáneas; su Facebook, su Twitter, su Tinder y Dios sabe qué más, pensó su madre. Alonso no digería, engullía. Le llamaba más la atención lo que en su pantalla aparecía que lo que por la ventana veía.

   La madre de Alonso miró por la puerta entreabierta de la habitación de su hijo. Su niño hablaba por teléfono. Contaba irónico la anécdota de las velas. Era como el sonido que hizo un redondeado trocito de asfalto reseco y vetusto que Alonso tiró a la papelera. Lo tenía desde  hacía años. Estaba buscando restos del meteorito que mató a los dinosaurios; creyó que había encontrado uno porque tenía una lisa y reluciente esquirla de cristal asomando por el centro. Era una renuncia. “Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje” era su sonido.
   Al mismo tiempo recibía, enviaba y comentaba todo lo que le llegaba a través de la red de redes. Su madre no era tonta, sabía lo que había. Era todo lo que su hijo aprendía del mundo, todo lo que de él conocería el mundo. Todos esos metadatos eran su legado. Y al otro lado de la pantalla, el regocijo, “que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto”.
  
   Al contemplar a Alonso, tumbado en la cama a estos menesteres, una letanía aulló en su cabeza: Morir loco y vivir cuerdo. No podía ser. Su hijo no. Todavía no. Los vientos falsos generados en un diminuto pozo de cristal transportaron a Alonso provocando unas ráfagas de componente ascendente que descargaron en altura donde no debían. Sabía que su hijo se encontraba en el septuagésimo séptimo capítulo. No era el orden natural. ¿De qué coño se iban a rellenar a partir de ahora las hojas del libro? pensó tan aterrada que tuvo que taparse violentamente las orejas. Creyó retumbar bajo ese grito mental desesperado. Ella sabía lo de los vientos. Giró sobre sus talones y a buen paso cruzó el pasillo.
  
   La nube de humo negro, lejos de disiparse, había escalado otro piso. Uno más y llegaría a su altura. Nada se podía ver a través de ella. Alonso se limitó a cerrar la ventana.

   Su madre entró ávida con un libro en la habitación de su hijo. Ella sabía lo de los vientos. Sabía que su hijo se había quedado varado en el octavo capítulo y, de alguna manera, fue transportado al último. Los ecos de la Renuncia y los tintineos del Testamento la alertaban de que, apenas, le quedaba tiempo. Ella sabía lo de los vientos.
  
   -Hijo –media sonrisa nerviosa apenas disimulaba la preocupación casi histérica de su madre-, lee a partir de aquí.
   -¿Qué? ¿Qué dices? Por favor ya. ¿Es que se te ha ido la pelota o qué, mamá?
   -Alonso… te lo pido por favor –le dijo su madre mirándole a los ojos, con ansia desesperada –. Una expresión de odioso adolescente dibujó la cara de Alonso. Leyó en voz alta. “En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento… treinta o pocos más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla...”. Alonso se interesaba. “¿Qué gigantes?... no estás cursado en esto de las aventuras...”. Alonso lo vivía. “Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete... ¡En blanco! No había más. Ahí acababa la historia. La cara de Alonso pareció envejecer mil años.

   Al otro lado del cristal la vida era ya una nube negra que había llegado a la altura de su ventana; una nube negra que impedía ver nada, que escondía lo que detrás de ella había, que escondía el mundo. La madre de Alonso pensó que sólo las aspas de molino podían salvarle. Sólo Briareo moviendo sus brazos conseguiría que Don Quijote continuara su camino. Ella lo sabía. Las velas de esas aspas tenían que henchirse para disipar el humo.

   -Hijo, por favor-. Su mirada era ya súplica, era lágrima.
   -No lo entiendo mamá. ¿Qué pasa?
   -Si no tiene gigantes con los que batallar, el caballero de la triste figura morirá y, sin él, tu vida cuerda será. Sólo verás, pero no interpretarás. La vida es un cúmulo de problemas que no cabe en cinco pulgadas y, a veces, solucionar un problema es arremeter contra gigantes disfrazados de molinos.
   Alonso lo entendió, no sabía cómo pero así fue. Un ligero suspiro, casi imperceptible, exhaló su alma por la boca. Ese diminuto viento acarició la página en blanco y, como si de cosa de magia se tratara, las letras comenzaron a escribirse solas. “Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse…”.

   Al otro lado de la ventana, la nube negra había desaparecido, sólo cabía ya en cinco pulgadas. Alonso recuperó el trozo de meteorito de la papelera y jugueteando con él entre los dedos se zambulló en el libro.

   La madre de Alonso supo que la etérea letanía recuperaba el orden natural, el epitafio volvía a ser el que debía; supo que el mundo a su hijo acreditaría su ventura,  Morir cuerdo y vivir loco.

viernes, 6 de enero de 2017

Navidad en la madriguera

      
                                                   NAVIDAD EN LA MADRIGUERA


       Era viejo y vivía solo. Era padre y estaba solo. Era abuelo y no lo sabía, pero estaba solo. Cada día luchaba contra la soledad. Ella tenía sus armas: una esposa enterrada y un ejército de hijos desagradecidos; él tenía sólo una: su ventana. El viejo, en su sofá, se acercaba a quien habitaba el otro lado de la ventana. Se sentía acompañado por la familia de enfrente, por la abogada del primero que había hecho de su casa su oficina, por la pareja del tercero que discutía todas las mañanas y se amaba todas las noches; les consideraba su familia. Cada año le gustaba pasar las navidades con todos ellos. Tras su ventana participaba de las conversaciones que les intuía, se reía cuando ellos reían y lloraba cuando ellos lloraban,
   La última Navidad alguien entró en su casa y delante de la ventana descargó sobre su anciano rostro once puñetazos que lo mataron; le robó cuatro billetes escondidos infantilmente dentro de una taza y se fue. Ni la familia, ni la abogada, ni la pareja. Nadie vio nada. Nadie se enteró. Tan cerca de ellos, tan lejos de todos.
   Hoy es Navidad. El viejo sigue ahí, ahora pestilente. Sus hijos tampoco vendrán este año. Nadie mira su ventana. Esta Navidad, como todas, la soledad vive enfrente.

                                                                            Madrid, a 25 de diciembre de 2016.


   Cuando Candela terminó de leer la carta, un mundo distorsionado, feo, apareció ante ella. Todo se convirtió en siluetas grotescas y sibilinas. Eran las lágrimas, que inundaron sus ojos y todo parecía estar en el fondo de un océano. Perdido. Dobló otra vez la carta y la volvió a meter en el sobre que acababa de encontrar entre las páginas de un viejo ejemplar de Alicia en el país de las maravillas.          Tenía el día libre y decidió desayunar en la biblioteca de su barrio, en Madrid. El pequeño termo de café suspiraba junto a ella y el olor de los desayunos en la casa de su infancia le recordó que nunca conoció a su abuelo. Murió antes de nacer tú, le dijeron.

   Según la fecha de la carta hacía un año exacto que fue escrita. Candela, no supo bien por qué, guardó la carta otra vez entre las páginas del libro, nunca sabría que fue justo en la página en la que Alicia cae dentro de la madriguera; firmó el préstamo y salió a la calle con el libro bajo el brazo. La luz del sol iluminó sus ojos aún llorosos, aspiró la polución de la mañana y un sentimiento de pena por la soledad de aquel viejo, matado con once puñetazos, la sumió en un sentimiento de lejana culpabilidad. 
   Esperó al autobús y subió a él. Sentada junto a la ventana sintió cómo la mirada de aquel abuelo salía de sus ojos y escudriñaba el otro lado del cristal. De repente, vio algo, se levantó de la silla como un resorte; pulsó el botón de parada, nerviosa, pero el conductor no quiso detener el autobús hasta llegar a la parada correspondiente. Candela estaba tan excitada que llamaba la atención sin quererlo. Cuando el autobús se detuvo, bajó corriendo y cruzó la calzada sin mirar, casi provocando un accidente. Rápidos y nerviosos movimientos de cabeza buscaban lo que acababa de ver por la ventana. Ya no estaba. ¡No, por favor! Y entonces lo vio: un pequeño conejo blanco, níveo, estaba de pie, como si nada, en una acera de la ciudad rodeado de cientos de piernas que caminaban y de cientos de coches que se arrastraban. Candela y el conejo se miraron fijamente. De pronto, el animal blanco se giró y echó a correr hacia un portal que estaba detrás. Instintivamente, Candela corrió tras él y entraron los dos. Cuando cruzó el portal volvió a buscar al conejo con la mirada y lo descubrió saltando de escalón en escalón hacia arriba. Llegaron al segundo piso y Candela contempló, estupefacta y horrorizada, cómo aquel conejo blanco rascaba con enferma ansiedad una puerta hasta desgajarse las uñas en sangrientos trazos en la madera. El conejo empezó a desvanecerse mientras rascaba la puerta manchándola de sangre. Desapareció. Sencillamente desapareció ante los ojos de Candela. Con la mente en blanco y un sudor frío giró el picaporte de la puerta y ésta se abrió gimiendo en un chirriar vetusto. La suave luz del día asomaba, tímida, por el quicio de una puerta. Candela se adentró y fue hacia la luz. Al traspasar aquella puerta, el hedor, la peste, abotargó sus vías respiratorias y asomó una arcada. Un cuerpo humano sin vida, descompuesto y esquelético estaba sentado frente a una ventana. Candela lo rodeó casi en estado catatónico hasta quedar frente a él; se giró y miró a través del cristal. Enfrente, una familia preparaba la comida de Navidad; una mujer tecleaba en un ordenador un piso por debajo de la familia y una pareja discutía para luego amarse. Candela volvió a mirar al viejo y se encontró a sí misma acariciando la carta que debería estar entre las páginas del libro. Algo, no supo qué, la empujó a dirigir su mirada a la mesa que había junto al cadáver. Una foto, tan inerte como una cicatriz, le enseñó a Candela el ejército de hijos desagradecidos. Eran su padre y sus tíos.
   Por fin Candela conoció a su abuelo. Era Navidad.